Cotui, capital de la esperanza.- Un amigo se ha ido. Un hermano, también. La memoria regresa vertiginosamente, saltando décadas y lustros, a la villa de Santo Domingo, y ya allí, el recuerdo imperecedero, donde Guido Feliz, el amigo ahora ausente, asistió, junto con sus amigos, a la clase de la escuela normal como entonces se decía.
El que escribe menciona esto porque estuvo ligado también en ese mundo de clases, donde insospechadamente (porque las cosas de la adolescencia no suelen ser deliberadas) se selló una amistad que ni la diversidad de caminos ni las largas ausencias lograrían nunca borrar.
Sirva esta escueta reminiscencia de modesta bandeja a las dos cualidades de alta graduación que, entre otras, distinguían la personalidad de Guido: sus timbres de amigo (mas que amigo, hermano) y su apasionado amor al rincón natal, la República Dominicana.
En cuanto a lo primero, a nadie mejor podría aplicársele aquello de “el amigo sincero que me da su mano franca”. Pocos privilegios se compararan en la vida al de merecer la estimación y el respeto, juntamente con el afecto, de un hombre bueno. Oír decir, no sin el rubor de lo inmerecido, “Oye, Guido te tiene entre los grandes intelectuales cubanos-dominicanos…” y perdonar la exageración en aras del cariño fraternal estrecha el lazo.
Porque cuando la amistad viene avalorada por los quilates de la hombría de bien, de una honestidad a toda prueba, y de un espíritu buscador de alturas, es doblemente preciosa y apreciada.
La otra faceta, el amor hecho recuerdo vivo a la tierra solariega de las palmas ya casi idas, tenía la virtud comunicativa de recrudecer nostalgias quizás dormidas ya que no olvidadas. Se propuso escribir y pudo lograrlo con talento y fruición amorosa. Tenía hacer un compendio a manera de fascículo de todo su trabajo periodístico que ¡lástima grande!, su partida ha dejado trunca. Porque la corteza ambiental es parte inevitable del hombre. Como bien dijo Ortega y Gasset, “yo soy yo y mi circunstancia”. Y de Jesús mismo dice el Evangelio que “vino a Nazaret”, donde había sido criado. Guido Feliz añoraba poder hacer eso. Honrar a la Republica Dominicana en la distancia era una especie de ofrenda votiva al anhelo constante. (En esto, no falta compañía, querido amigo. Santo Domingo, Santo Domingo, la de las calles siempre coloniales y las palmas coposas y añejas, ¡ay! Ya desaparecidas.)
Este amor local era, por supuesto, un microcosmo del gran amor ancho a la patria temporalmente ausente, una representación fiel de tantos otros amores similares que, de Montecristi, ciudad de libertadores a Higuey, tierra de Bienvenido Álvarez Vega son, como las palmas, “novias que esperan”.
Guido Feliz escribió seis años consecutivos en Cafebambú en su columna semanal. El único escritor que no le corregimos sus joyas periodisticas, porque era un amante del estilo y de la gramática. Tanto a Reginaldo Atanay como a un servidor nos envió dos copiosos volúmenes de sus trabajos periodísticos como presagiando su partida. Fue huésped de honor en mi hogar por dos semanas. Hablamos con Ana, su primer amor en un sinnúmero de ocasiones.
Un amigo insustituible se ha ido. Una familia ejemplar, cimentada en la fe de Cristo, experimenta el vacio transitorio, pero se consuela en la seguridad del reencuentro en las moradas eternas.
Los otros, lo que tuvimos el privilegio de su afecto y amistad, también le decimos hasta luego, y le rendimos, como homenaje, la rosa blanca del recuerdo imperecedero.
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